La mujer siente el olor ácido de la tela sucia
y grasienta pero igual se pasa el trapo por entre las piernas. El semen del
viejo, amarillo y denso, queda pegado a la fibra marrón. Deja el trapo sobre la
mesa y camina hacia la luz. El perro-carpincho gruñe cuando pasa a su lado,
como si la despidiera a despecho, justo antes de que ella abra la cortina que
separa el rancho de la luz de afuera, que la recibe con la dureza del verano.
Un rato antes, él la esperaba en la puerta del
rancho como quien espera el paso de las horas, quieto, mirando hacia ese punto
donde se supone que algo va a cambiar. Un algo que puede pasar en cualquier
momento, pero no pasa y no pasa, eso que de tan previsible y gradual hace que
la atención constante parezca un poco absurda. Era una tarde lenta, con la seca
avanzada reinando sobre el campo, el pasto amarillento a punto de incendiarse y
las vacas flacas, con los huesos de la cadera demasiado marcados, tratando de
tomar agua en el barro de los arroyos. Las nubes escasas desaparecían del
cielo, evaporadas bajo el sol. El mate y una caldera de tropero, renegrida,
estaban sobre una silla a la entrada del rancho, todos secos por el calor...
(Fragmento. LAZARO, R. I. “Chamizo”. In: Entintalo.
Montevideo: Centro Cultural de España, 2012)
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