martes, 8 de abril de 2014

Chamizo




La mujer siente el olor ácido de la tela sucia y grasienta pero igual se pasa el trapo por entre las piernas. El semen del viejo, amarillo y denso, queda pegado a la fibra marrón. Deja el trapo sobre la mesa y camina hacia la luz. El perro-carpincho gruñe cuando pasa a su lado, como si la despidiera a despecho, justo antes de que ella abra la cortina que separa el rancho de la luz de afuera, que la recibe con la dureza del verano.

Un rato antes, él la esperaba en la puerta del rancho como quien espera el paso de las horas, quieto, mirando hacia ese punto donde se supone que algo va a cambiar. Un algo que puede pasar en cualquier momento, pero no pasa y no pasa, eso que de tan previsible y gradual hace que la atención constante parezca un poco absurda. Era una tarde lenta, con la seca avanzada reinando sobre el campo, el pasto amarillento a punto de incendiarse y las vacas flacas, con los huesos de la cadera demasiado marcados, tratando de tomar agua en el barro de los arroyos. Las nubes escasas desaparecían del cielo, evaporadas bajo el sol. El mate y una caldera de tropero, renegrida, estaban sobre una silla a la entrada del rancho, todos secos por el calor...

(Fragmento. LAZARO, R. I. “Chamizo”. In: Entintalo. Montevideo: Centro Cultural de España, 2012)

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