jueves, 30 de octubre de 2008

Huele, ciertamente


Bali huele. Huele por todos lados, y huele a flores, a incienso, a café, a comida con muchas especias, a calor rotundo y a la canela de los cigarrillos que todos fuman. Hoy, al preguntarle el teléfono de un taxista al muchacho que limpia en la posada, se sentó, sacó uno de los cigarrillos de su bolsillo, lo encendió y sólo así luego escribió el número en un papel. También hay olor a excremento de perros flacos, esos seres que todos odian por ser considerados reencarnaciones de personas malas. No te les acerques, me dijo una francesa ayer por la noche cuando un cachorro huesudo y feo vino a olisquearme. Ahora, un indonés muy menudo esparce aceite por el cuello regordete de un australiano que espera por su comida. Luego regatean el precio del frasco de la loción y miles de motos pasan al mismo tiempo rumbo a una ceremonia en el templo del acantilado. Uluwatu. Suena lindo, y huele también. Van todos vestidos de blanco y con sombreritos a rayas azules. Pasan muchos y luego dejan de pasar. Por el aire, flota el aroma del aceite que el indonés no pudo finalmente vender, y al australiano come con ansias una pizza atiborrada de muzzarella. Los puñados de flores de plumería de cada árbol se encargan de hacer el aire dulce. Una cometa vuela hace horas en el medio del cielo, sostenida por un hilo eterno, negra y casi un avión contra el cielo.

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